
Samuel Robert “Sam” Rivers, bajista y miembro fundador de Limp Bizkit, falleció a los 48 años, según comunicó la banda en un mensaje de duelo en el que lo definió como el latido de su sonido. La noticia sacudió a la escena del rock y del nu-metal: colegas, productores y fans coincidieron en que su aporte fue más que una base rítmica; fue carácter, identidad y una forma de entender la energía de un género que marcó a una generación.
La causa de la muerte no fue informada inicialmente, pero el impacto emocional quedó a la vista en el tono con el que el grupo—encabezado por Fred Durst—se despidió de su bajista y amigo. Nacido en Jacksonville, Florida, en 1977, Rivers encontró temprano en el bajo un lugar propio entre el metal, el funk y el rap. A mediados de los noventa, junto a Durst y John Otto, puso en marcha un proyecto que pronto sumaría a Wes Borland y DJ Lethal y terminaría bautizado como Limp Bizkit. El grupo tomó por asalto la escena con una mezcla de riffs demoledores, grooves de bajo elásticos y una presencia escénica que desbordaba escenarios.
En ese diseño, Sam fue la argamasa: el músico que, sin estridencias, convirtió ideas dispersas en un pulso magnético. Sus líneas, precisas y con sentido melódico, sostenían la furia de las guitarras y dejaban espacio para que la voz y los cortes de DJ respiraran. El salto a la masividad llegó con discos que definieron el final de los noventa y el cambio de siglo, y con ellos una serie de giras en estadios, festivales y maratones televisivas donde el bajo de Rivers comandaba los compases con autoridad. Más allá del volumen, su estilo se distinguió por el control: ataques secos, silencios con intención y un fraseo que alternaba la crudeza del metal con la cadencia del funk. No fue un bajista de lucimiento gratuito; fue un arquitecto de canciones.
Por eso, en vivo, era el ancla que mantenía al conjunto unido incluso en los pasajes de mayor turbulencia. Como muchas bandas de larga trayectoria, Limp Bizkit atravesó pausas, cambios de formación y reencuentros. En ese recorrido, Rivers se apartó en períodos breves por cuestiones de salud y regreso con la determinación de conservar el oficio y la química. La última etapa del grupo lo mostró con la misma economía gestual de siempre: caminar seguro, pulsar con firmeza, mirar a sus compañeros y sostener la tensión exacta para que el tema explote donde debe. La madurez musical le dio otra capa a su bajo: menos ansiedad, más criterio.
El legado de Rivers excede el catálogo de su banda. En estudios de ensayo y foros de músicos, bajistas jóvenes aprendieron a pensar el instrumento como herramienta de diseño sonoro y no solo como acompañamiento. La manera en que colocaba las notas en la caja, cómo elegía empujar o retraer el tempo y cómo equilibraba la mezcla entre el bombo y la guitarra construyó un manual práctico para tocar pesado sin perder groove. Por eso su partida no solo duele a los fans del nu-metal; resuena en cualquiera que entienda que una buena base rítmica es, ante todo, una decisión estética.
Quedan preguntas sobre el futuro de Limp Bizkit, pero la dimensión humana se impone. Los compañeros de ruta perdieron a un amigo y a un cómplice creativo; el público, a un intérprete que convirtió la sobriedad en virtud; y el género, a un referente que hizo escuela desde la segunda línea, allí donde se decide el pulso real de una canción. En los próximos días habrá homenajes, playlists, recuerdos compartidos y escenarios encendidos a su nombre. Cada vez que una línea de bajo haga vibrar un estribillo y cada vez que un baterista y un bajista se miren para ajustar el mismo golpe, la huella de Sam Rivers seguirá dictando el compás.











