Desde hace décadas, la educación se ha convertido en una especie de fábrica. Una cadena de montaje que forma individuos para encajar en el mercado laboral, pero que no necesariamente forma personas completas, conscientes, éticas y creativas. Desde muy pequeños se nos enseña a competir, a memorizar, a obedecer órdenes.
Pero muy pocas veces se enseña a pensar, a cuestionar, a imaginar nuevas formas de vivir. Se prepara a los estudiantes para ser “productivos”, pero no necesariamente para ser felices. Para tener éxito económico, pero no para construir comunidades humanas.
En muchos sistemas educativos, las materias como arte, filosofía, literatura o educación cívica han sido relegadas a un segundo plano, consideradas “poco útiles”. Pero, ¿de qué sirve saber programar si no entendemos el valor de la vida humana? ¿De qué sirve tener habilidades técnicas si no sabemos convivir, perdonar o expresar lo que sentimos? Educar no es solo transmitir conocimientos.
Es acompañar, inspirar, formar el carácter, alimentar la sensibilidad. Un sistema educativo verdaderamente humano debería formar no solo empleados competentes, sino ciudadanos conscientes, con valores y compromiso social. Reflexión final: Es tiempo de repensar la educación. No solo como una vía hacia el trabajo, sino como un camino hacia una vida con sentido.