El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha dado un paso polémico al firmar un decreto que clasifica oficialmente al movimiento izquierdista Antifa como una “organización terrorista doméstica”. Según el mandatario, este grupo mantiene un “patrón de violencia política” destinado a “suprimir actividades políticas legítimas y obstruir el estado de derecho”.
La medida marca un endurecimiento de la postura del gobierno frente a un movimiento que, de acuerdo con investigaciones del propio Congreso de EE. UU., carece de liderazgo centralizado o de una estructura organizativa nacional definida. El término Antifa significa antifascista y engloba a colectivos e individuos independientes, radicales y de ideas afines.
Trump ha responsabilizado a Antifa en varias ocasiones de actos violentos ocurridos en los últimos años. Entre ellos, llegó a señalarlo como partícipe en el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021, pese a que las investigaciones confirmaron que fueron los propios simpatizantes del entonces presidente quienes irrumpieron en el edificio del Congreso, dejando un saldo de unos 140 agentes heridos y graves daños materiales.
El movimiento, sin embargo, sí protagonizó disturbios en enero de 2017 durante la primera toma de posesión de Trump, cuando manifestantes enmascarados vestidos de negro rompieron ventanas y prendieron fuego a vehículos en Washington D.C. Además, ha participado de manera activa en contraprotestas frente a marchas de grupos de extrema derecha, lo que ha contribuido a su reputación como un actor disruptivo en la escena política estadounidense.
El debate sobre la naturaleza de Antifa no es nuevo. Christopher Wray, director del FBI durante el primer mandato de Trump, lo describió como “un movimiento o una ideología”, más que como una organización con capacidad operativa centralizada. Pese a ello, la Casa Blanca insiste en que sus acciones representan una amenaza directa para el orden público. La decisión de Trump también se produce en un contexto marcado por la violencia política reciente: el asesinato del activista ultraderechista de 31 años, Kirk, ocurrido el 10 de septiembre, fue vinculado por el presidente a una supuesta conexión con militantes de Antifa, aunque esta relación no ha sido probada oficialmente.
La influencia del movimiento no se limita a Estados Unidos. Antifa también tiene presencia en países europeos, como Austria, donde sus seguidores participan regularmente en manifestaciones contra grupos identitarios y de extrema derecha. La clasificación de “terrorista” por parte de Washington plantea dudas legales y políticas, ya que podría abrir la puerta a medidas más restrictivas contra sus simpatizantes, al tiempo que aviva el debate sobre los límites de la protesta y la disidencia en una democracia.